PAPELES PARA EL PROGRESO
DIRECTOR: JORGE BOTELLA
NÚMERO 14                                                                                                      MAYO-JUNIO  2004
página 7
 
 

CARGA DE LA PRUEBA

 
Es ingenuo pensar que los sistemas jurídicos son perfectos y que la protección de los derechos haya culminado con el Estado contemporáneo. Por una parte la redacción de las leyes está sujeta al parecer decisorio de unas mayorías parlamentarias, no siempre responsables, y posteriormente su aplicación en manos de jurados y jueces que inevitablemente se encuentran condicionados por el subjetivismo que les conduzca al error. No obstante existen principios de la filosofía del derecho que se constituyen como garantes en la construcción de la aplicación de la ley.
Uno de estos elementos fundamentales, que de alguna manera avalan la estructura jurídica, es el de que la carga de la prueba la debe aportar quien acusa. Ya sea el particular o el Estado, no se puede pretender que nadie sea juzgado por las conjeturas que podrían inducir a una acusación que deja sólo la posibilidad de recurso en la demostración de inocencia.
El amparo jurídico fundamental de la presunción de inocencia exige la contundencia de la carga de la prueba, o sea, la demostración fehaciente de la culpabilidad. Esto es consecuencia de la racionalidad que se deriva de la imposibilidad metafísica de argumentar sobre lo que no tiene entidad.
Ante la acusación de un delito, solamente si el mismo existe, hay entidad sobre la cual versar, pues si no existe no es y de lo que no es nada se puede decir. Cualquier acusación se construye sobre un acto que puede ser real si ha existido o imaginario si corresponde a una imputación falsa. Si el acto es sujeto de predicción, se puede argumentar sobre su entidad, sus cualidades, sus relaciones. El hecho real admite la prueba porque tiene entidad, lo que convierte a la prueba en la demostración de la realidad del acto.
En el caso de que el acto de la acusación sea imaginario, lo que implica que la prueba no ha demostrado irrefutablemente la realidad de la acción, no puede caerse en la simplicidad de dar curso a la implicación salvo que el acusado demuestre la inconsistencia de los indicios, porque no cabe demostrar lo que no es.
La indefensión, por tanto, no proviene de la impericia del acusado sino de que es imposible argumentar sobre lo que no tiene entidad. Porque ni siquiera sobre lo que no es se puede afirmar su negación fuera de la difícil y limitada demostración al absurdo.
Con un ejemplo sencillo se puede comprender. Mientras es posible la demostración de que un hombre es espía, sin embargo es muy difícil demostrar a cada persona que él no es espía, porque no siéndolo no existe materia sobre la que se pueda argumentar. Más de una persona ha salido del corredor de la muerte en un postrer juicio, porque aun siendo inocente no  tuvo posibilidad de demostrar su inocencia cuando fue condenado, simplemente porque, aunque había un delito y pruebas aparentes, al no estar relacionado con el mismo no le era posible argumentar sobre lo que no era. ¡Cuántos inocentes habrán sido ejecutados sin culpa!
Lo que para el sistema judicial es un requerimiento de la necesidad de la contundencia e inapelabilidad de la prueba, sobre todo si la pena es capital, para la vida ordinaria debería constituir un hábito de juicio enraizado en la cultura.
¿Por qué en la vida social, en la vida política, en la vida empresarial, en la vida familiar, se generaliza la sospecha hasta que el acusado demuestre su inocencia? Las más de las veces a esa persona le será imposible demostrar la inocencia de una calumnia injusta o de la divulgación de una infamante sospecha; y muy probablemente, aunque la prueba no exista, la inviabilidad de la defensa inducirá a muchos a la condena social del inocente.