PAPELES PARA EL PROGRESO
DIRECTOR: JORGE BOTELLA
NÚMERO 16                                                                                                      SEPTIEMBRE-OCTUBRE  2004
página 10
 
 

VIOLENCIA


El análisis filosófico de la violencia la sitúa dentro de los actos materiales que exteriorizan la pasión de la ira. Ambos, violencia e ira, responden al inconformismo sicológico ante una situación de hecho, la que se pretende cambiar con el uso de la fuerza. La violencia, de este modo, sigue un dictado interior que se supone congruente con una verdad que debe ser defendida, pero que en detrimento del uso de la razón, para la persuasión, se recurre a la fuerza como categoría de razón para imponer el propio criterio.
La más profunda crítica a esta pasión habría que situarla en el ámbito de la razón: ¿Hasta qué punto puede justificarse la defensa de un criterio de verdad por la fuerza? ¿No corresponde la utilización de la fuerza a la inconsistencia de un criterio de verdad que se intenta sostener con ese recurso porque su propia capacidad de convencimiento es pobre? Es evidente que si lo más específico del ser humano es su intelecto, por el que razona todos sus juicios, la actitud violenta para imponer su criterio se sigue de una de estas dos situaciones: El segundo estado mencionado es el que se sigue a una situación de desequilibrio sicológico, por la que el sujeto se encuentra, en mayor o menor medida, limitado en sus facultades mentales e incapaz de ponderar su capacidad de juicio, tendiendo a utilizar la violencia como un recurso de defensa irracional. Es el caso que se sigue de las patologías esquizofrénicas, estados de ansiedad, paranoyas, etc.
Recurrir a la violencia hallándose en plenas facultades mentales hay que entenderlo como el recurso de quien no tiene argumentos consistentes para imponer los propios criterios  por su propia verdad intrínseca. Esta situación se sigue de una falta de objetividad intelectual que niega la confrontación interna de los juicios propios y ajenos, y trasciende como universales las propias conclusiones de verdad que, careciendo de argumentación discursiva para convencer, se intentan imponer por la fuerza al no prevalecer la razón.
Una de las causas profundas de esta irracionalidad consiste en el debilitamiento de la conciencia ética que rehusa el juicio por la verdad en favor del interés propio. Cuando el aburguesamiento mental prima del dominio propio del entorno para la satisfacción del propio bienestar, el juicio racional sobre lo universal se desvirtúa hacia una ética práctica que concluye entendiendo como verdadero y bueno el poder que perpetúa el bienestar. Esta forma de pensar trasciende en las relaciones sociales a un enfrentamiento por los bienes del que se sigue la opción por la fuerza para consolidar el dominio.
La irracionalidad también se sigue otras veces de la inmadurez de conocimiento y experiencia que eleva la pasión desde la potencia de la voluntad hasta el entendimiento y allí se supra valora las propias ideas como ideales universales por la carencia de elementos de reflexión y contraste. Esta situación es propia de la juventud donde la falta de ponderación conduce a justificar el uso de la violencia como recurso para la difusión de unos ideales que no sólo no se someten al contraste del juicio social sino que ni siquiera pasan un examen interior por la falta de valores objetivos que contrastar.
La violencia es consecuencia siempre de una desestimación interna de la reflexión colectiva propia de los seres humanos para sostener unas relaciones que les sean adecuadas. Esta irreflexión sitúa a quien practica la violencia próximo a los brutos, que por carecer de inteligencia siguen permanentemente las tendencias del instinto entre las cuales está la de la supremacía de la fuerza para el dominio del entorno.
La perversión del sistema de relaciones humanas desde la discusión pacífica de las ideas a la imposición de las mismas por la fuerza crea una sistemática ruptura de la convivencia, pues como respuesta a la violencia se genera violencia. Rota la concurrencia del diálogo la resistencia a la imposición se concibe como una respuesta igualmente violenta, donde incluso ambas partes pierden la referencia de verdad que podría existir en sus juicios, conduciendo la convivencia a un estado de permanente desconfianza.
La violencia aparentemente puede imponer la paz, pero será una paz ficticia, porque no se asienta en la fuerza de la razón que es el último sostén de la justicia, fundamento de todas las relaciones humanas.