PAPELES PARA EL PROGRESO
DIRECTOR: JORGE BOTELLA
NÚMERO 24                                                                                            ENERO - FEBRERO  2006
página 6
 

 LA PERCEPCIÓN RELATIVA DEL TIEMPO

 
El tiempo es una medida de la realidad. Cualquier sistema de medición encuentra su fundamento en una dimensión que puede ser valorada según unos parámetros predeterminados por la entidad cognoscitiva que realiza la aplicación de medir. El cálculo de cualquier medición exige la existencia de una realidad y que la misma esté afectada por una particularidad dotada de referencias computables, a las que, al menos virtualmente, podamos considerar principio y fin del proceso de medición.
Algunos sistemas de medición evidencian fácilmente el accidente o particularidad que procesan, como los que afectan a la extensión o a la masa, por la percepción con que nuestros sentidos detectan esas materializaciones de los cuerpos; en otras determinaciones, como pueden ser el sonido o el tiempo, intuimos su medición pero se nos hace algo más complicado comprender los aspectos intrínsecos de la realidad que estamos valorando. En el sonido porque las ondas acústicas en su transmisión en el medio son imperceptibles a los sentidos hasta que producen su efecto, y en el tiempo porque padecemos sus efectos pero se nos esconde a los sentidos la lógica de su esencia.
Una particularidad del tiempo como sistema de medición de la realidad es que no cuantifica algo de lo que un ente es, sino la transición entre lo que era y lo que es, o sea el cambio o la transformación de los cuerpos. El tiempo, como cualquier sistema de medida, en su aplicación precisa de un principio y un fin, términos que constituyen precisamente los extremos de un cambio considerado como una sucesión en los acontecimientos. Porque un estado precedente da lugar con el cambio a otro estado consecuente la duración de ese proceso es computable mediante la aplicación de una medida que cuantifique. Lo eterno, lo que permanece sin cambio ni permuta, no es medible en el tiempo; tampoco es valorable la duración del infinito, o sea lo que cambia o permuta pero sin principio ni fin.
Que todo cambia, fluye, ya lo percibieron de la realidad universal los filósofos presocráticos, y de ello la concepción filosófica del tiempo como medida del cambio predicada por Aristóteles. Desde entonces la filosofía se ha esforzado en considerar si realmente el tiempo tiene su fundamento en el cambio, o si es la realidad cambiante la que sigue un condicionamiento entitativo de orden temporal. Una disputa racional sobre si el cambio sustancial está o no condicionado en su naturaleza por una secuencia temporal o es su indeterminación quien genera la variabilidad de la medida temporal.
Con independencia de su esencia metafísica, el tiempo en los seres vivos se presenta como una determinación de la sensibilidad que aprecia la secuencia del cambio de la realidad. La información que los sentidos perciben de cómo las cosas son conforma el conocimiento sensible, que puede, al evaluar la modificación sucesiva de la información, computar la variación de la realidad. Esta información no afecta sólo a los sentidos externos, sino que de igual modo los sentidos internos informan de las variaciones acaecidas en la materialidad del individuo, por ejemplo, mediante imágenes memorizadas.
En la persona humana su psiquismo específico le confiere no sólo la apreciación sensible de la existencia del cambio y su cuantificación temporal, sino que la racionalización de su experiencia interna le sitúa mentalmente ante una doble percepción de lo temporal: una, la constatación de la transformación del mundo que le rodea; y otra, la variación de su expectativa de conocimiento y dominio de la realidad. De la conjugación de ambas apreciaciones va a derivar una percepción relativa del tiempo íntimamente unida a su sicología vital.
De todos es conocido como, según las épocas y circunstancias de la vida, algunas veces parece que la vida vuela y otras que lentamente progresa. Existen motivaciones externas que nos detectan como la vida evoluciona deprisa y sin embargo en el aspecto personal parece que apenas han sucedido cambios. Esta disparidad de la posición sicológica de cada individuo respecto al tiempo es algo que nos puede ayudar a comprender la relatividad del tiempo, no sólo en lo que a la física concierne sino también para la percepción intuitiva o mental del ser humano.
El hombre, en su dimensión racional, aprecia dos valoraciones del tiempo: una, objetiva, que corresponde a la secuencia reiterada de la medición de los días, los meses, los años, basada en el ritmo del cosmos; otra, subjetiva que se perfila según que sus expectativas creativas se realicen o no en los tiempos previstos. Cuando éstas se cumplen pronto, o sea, la expectativa temporal se reduce, la unidad de tiempo parece más breve, creando una percepción de que las cosas se precipitan y de que, al ser la unidad del cambio breve, permitirá muchas realizaciones en la vida. Cuando sus planes tardan más en conseguir su término de lo estimado, la sensación que se crea es que el tiempo pasa lentamente, la unidad de medida se dilata, y ello genera en el interior la perspectiva de que la posibilidad de creación se reduce en la vida.
Pero quizá la mayor relativización personal del tiempo se produzca en el contraste entre el progreso social y la capacidad de adaptación al mismo. Durante la juventud la personalidad está tan ávida de descubrir nuevas experiencias que le resulta consustancial el progreso exterior, ya que lo asimila como si se correspondiera con la  vida, y por tanto eso hubiera estado siempre así. A esa edad los cambios en la sociedad no marcan un antes y un después como referencia evaluadora del tiempo, ya que se perciben en tiempo real paralelo a la maduración sicológica. En cambio, cuando se ha alcanzado la madurez, la mentalización a adaptarse a los cambios sociales decrece, y por ello es perceptible la posibilidad del contraste ante una sociedad que puede evolucionar vertiginosamente tanto en sus modos de relación como en la producción de bienes y medios que genera. Esa distancia mental entre lo que cada cual es capaz de evolucionar y lo que la sociedad varía constituye una permanente situación temporal en la que los referentes mentales son los criterios históricos en los que uno está psicológicamente situado respecto al momento evolutivo actual.
La mente, que mide el tiempo objetivo, también posee una capacidad subjetiva para situarse, en razón de su fuerza interior, en paralelo al progreso y desde esa posiciñon minimizar la percepción sicológica de la impronta que el transcurso del tiempo confiere al ser humano.