PAPELES PARA EL PROGRESO
DIRECTOR: JORGE BOTELLA
NÚMERO 29                                                                                           NOVIEMBRE - DICIEMBRE  2006
página 7
 

LA PARANOIA DEL PODER

 
El cambio de personalidad que perturba a tantos dirigentes por su acceso al poder manifiesta cómo es de débil  la naturaleza humana que aun los que parecen más favorecidos de inteligencia se dejan atrapar hacia la ficticia realidad de considerar el mundo como les gustaría que fuese y no como en realidad es. La fijación mental de ese desorden se construye proporcionalmente al aislamiento intelectual de quien impone su verdad, tanto como su poder se lo permite, redibujando la realidad circundante en el monocromo de su visión trascendental.
El origen del desorden mental que causa el poder está en la difícil conceptuación filosófica del mismo, ya que se tiende a concebir como una propiedad del sujeto, cuando en realidad el poder no corresponde sino a una cesión de orden constituida por el grupo social, a quien pertenece plenamente la deriva de todas las relaciones sociales. El poder, por mucho que se manifieste como un personalismo del que dimana la erección de una estructura social, es tan sólo: o una imagen subjetiva de la realidad, o una represión tiránica de la libertad. La naturaleza del poder no radica en la persona sino que o es delegada de la sociedad o represetan un estado de corrupción de la naturaleza sociable del hombre. El paternalismo que implícitamente asume quien ejerce el poder no se justifica desde una posición de dependencias, sino de una estructura de relaciones de servicio donde el fin no es el dominio sino la potenciación del natural desarrollo social.
La esencia de la sociedad radica en la relación en que entran sus componentes, y de acuerdo a la percepción de lo que se establece en esas relaciones se alimenta la sabiduría social. Cada una de las partes aporta en derecho su contribución a cómo fijar esas relaciones, y de la convergencia de propuestas se consolidan las sociedades libres, que lo son no en cuanto cada sujeto está sometido a las prescripciones relacionales, sino en virtud de haber podido participar en la creación de sus formas estructurales.
El ejercicio del poder tienta a subestimar el concierto social, porque se interpreta desde la perspectiva de una  jerarquía social en la que las relaciones se diseñan verticalmente al asignar los grados de sabiduría asimilados a los grados de poder. El orden social quedaría como responsabilidad de unos privilegiados, cuya misión esencial sería hacerlo cumplir al pueblo.
Ese distanciamiento entre la autoridad otorgada y el poder detentado es lo que envanece las mentes de muchas autoridades para fijar el necesario contraste con la realidad social. La ilusión de proyectarse uno mismo en el diseño de cada una de las determinaciones que marcan las leyes perturba la conciencia de que éstas han de ajustarse al sentir popular. La paranoia se acrecienta por la fijación de la misión personal que se atribuye como depositario del poder, cuya justificación mental se sustenta en la sublimación trascendente de esa misión. En razones de estado, de imperio, de historia... va a apoyar la trayectoria del ejercicio del poder, cuando en verdad no hay más que la fijación de la idea de perpetuarse en el mismo. La realidad desde entonces se interpreta en función de la concordancia con las premisas del pensamiento al que se ha categorizado de fundamental. De este modo se consolida el divorcio con el pueblo, que sin protagonismo social queda reducido a pasivo espectador del devenir de los acontecimientos.
Nunca la paranoia del poder llegaría a tener relevancia social si no fuera porque los grupos de presión aprovechan esa degradación mental para consolidar sus parcelas de poder. Se logra envolver el entorno del ególatra gobernante en la realidad ficticia del éxito social, hasta el punto que no se atiende más que a las voces que reverberan la maltrecha personalidad.
El influjo de la droga del poder es tal que los ciudadanos deberíamos tomar mucho cuidado de a quién se lo cedemos y hasta cuándo se lo concedemos. Ser avezados para limitar el poder a quien se lo toma como propio y no como delegado debería ser la pauta principal de la inquietud política, porque buen ejemplo tenemos, incluso en la historia reciente, de cómo los gobiernos con su autoritarismo subyugan la libertad.