PAPELES PARA EL PROGRESO
DIRECTOR: JORGE BOTELLA
NÚMERO 35                                                                                          NOVIEMBRE - DICIEMBRE  2007
página 7
 

TEOLOGÍA DE LA REVOLUCIÓN


Sin afán de polemizar, una de las grandes experiencias apreciadas en la vivencia de la doctrina cristiana en las últimas décadas en Latinoamérica consiste en la necesidad de una revolución interior que cambie los valores tradicionales por los valores evangélicos.
La predicación de Jesucristo supuso una revolución de los conceptos teológicos habidos en su tiempo, y ello fue la causa más directa de su rechazo, persecución, condena y ajusticiamiento. Pero el contenido esencial que transmitía la nueva doctrina cristiana no polemizó presentándose como una revolución religiosa, sino como una conversión o revolución interior hacia unos valores morales nuevos, o, si no nuevos, concebidos con una exigencia determinativa tan radical que les confería una categoría moralmente novedosa. Esto es lo que entendieron los primeros cristianos, y lo que les condujo en su conversión desde la Ley a la santificación.
La novedad teológica del cristianismo radica en que la santidad no se sigue de la configuración de la vida religiosa dentro de una comunidad y la sumisión a sus preceptos, sino de la opción personal para ordenar todos los actos propios ajustándolos al bien moral que contiene como finalidad la predicación de Jesucristo. Teniendo en consideración que los Evangelios no constituyen un código de conducta sino más bien la revelación del modo de ser propio de los hijos de Dios, su contenido no dice qué hay que hacer sino cómo hay que ser. Por ello, lo esencial del cristianismo radica en la permanente conversión interior para no ser como determinan las circunstancias cambiantes del entorno sino según los valores que Jesucristo enseñó.
La necesidad de esa transformación personal la manifiesta Jesús con un término tan contundente como es el renacer. De alguna manera en el nacimiento se recibe el ser y el cristiano se debe exigir un nuevo modo de ser para conformarse a la auténtica opción de vida cristiana.
En la historia ha habido quienes creyeron poder establecer el cristianismo desde arriba, por la conversión de reyes, emperadores, gobernadores, rectores o cualquier otra autoridad que impusiera desde su poder el sometimiento del pueblo a su voluntad moral. Esa realidad, que ha configurado sociedades nominales cristianas, se ha caracterizado más por su semejanza a la estructura social religiosa que persiguió a Cristo que a la nueva comunidad surgida de su ejemplo y predicación. Pasados los siglos, hay quien pretende ensayar constituir la comunidad cristiana desde abajo, con la exigencia de la sumisión a una interpretación imperativa de sus principios, sin percibir que, si no se cambian las voluntades morales, cualquier estructura socializante cristiana termina siendo inicua.
Ese fundamento del cambio moral personal para asumir amar a los demás como se quiere uno a sí mismo resume la esencia del cristianismo, porque, si de natural es amarse a sí y a lo propio, se necesita toda una transformación interior para vivir de un modo de ser que muestre con hechos y obras cómo se ama a los demás. De igual manera que el pacifismo se muestra ejerciendo la paz y repudiando la violencia, el cristianismo exige mostrar la caridad y repudiar el egoísmo no con palabras y discursos sino con opciones de vida que testimonien una realidad trascendental. Se ha dicho que el mejor predicador es fray ejemplo y ello encierra mucha más trascendencia teológica que un simple conjetura, ya que la manifestación de Dios en Jesucristo está en su ejemplo de vida. La primera cristiandad no hubiera sido tal -resistiendo a la disgregación y a la persecución- sin el testimonio de vida que dejó Jesús. Si el cristianismo se ha de predicar desde la vida, porque un modo de ser sólo se realiza siéndolo, la recristianización del nuevo milenio, que ejemplifique los valores del espíritu frente al materialismo, ha de esperarse que proceda por ósmosis en la sociedad, contagiando la transformación personal seguida de la vivencia de los valores cristianos al entorno próximo de allá donde viva un cristiano.
La consideración de la patente carencia de comunicación en la caridad con que vive la sociedad actual indica la magnitud de la revolución a abordar y cuánto y urgente es percibir cómo todo depende de la capacidad de las bases por asumir su responsabilidad. Revolucionar la sociedad es tanto más trascendental cuanto más alejada se muestra globalmente de la caridad cristiana, aunque se sigan ostentando, como un hecho social, modos de la cultura y sociología religiosa.
La esencia de la teología cristiana de la revolución se encuentra en la figura misma de Jesucristo, que se manifiesta desde la humildad de un pueblo insignificante, en un espacio intrascendente y en un entorno social irrelevante. Pero la contundencia de su misión, que representaba una revolución universal, no se afianzaba en los medios sino en la fuerza convincente de la verdad.
La soñada revolución social que haga a todos los hombres del mundo iguales en derechos es muy probable que esté pendiente de esa transformación de la conciencia cristiana hacia una mayor sensibilización de la responsabilidad de construir el Reino de Dios en el mundo. Como en las épocas imperiales se especuló que el mismo dependería del buen hacer de los príncipes, hoy en día no entra en discusión que la justicia social es un objetivo democrático, del pueblo, y sólo en la sabiduría y experiencia individual de las opciones de libertad y solidaridad se constituirán soluciones más justas. Es muy probable que sea la deuda moral que a sí mismo se deba el cristianismo, y desde ella podrá ser luz para la conciencia universal en una sociedad global.