PAPELES PARA EL PROGRESO
DIRECTOR: JORGE BOTELLA
NÚMERO 5                                                                                                   DICIEMBRE 2002-ENERO 2003
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SOBRE LA PENA DE MUERTE






La legitimidad ética de la sentencia judicial de pena de muerte es uno de los escollos con que se enfrenta el derecho moral.

Para los detractores de la pena de muerte existen dos principios por los que la pena capital no puede ser aplicada:
     1º La incapacidad del hombre para conocer la plena verdad sobre la culpabilidad del procesado.
     2º La sentencia debe ser reparadora, o sea, un castigo cuyo objeto es rehabilitar al condenado del delito cometido y reinsertarlo en la sociedad.
Para los partidarios de la pena de muerte el objeto de esta sentencia es la ejemplaridad del ejercicio de la justicia, por cuyo temor el ciudadano evite la práctica del crimen. La argumentación se apoya en la tesis de preservar prioritariamente la vida de los inocentes frente a los delincuentes.
Desde el punto de vista moral, muchos consideran a la pena de muerte vinculada a la legítima defensa, ejercida no individualmente sino de modo colectivo. Otros la legitiman desde la interpretación de la ley del talión: la justicia sólo se restablece en el marco social aplicando la sanción proporcional al delito cometido.
La argumentación de la legítima defensa se sostiene en que el derecho a la vida como primer fundamento es inalienable, y por ello el hombre tiene derecho a ejercer en su defensa los actos necesarios para conservarla frente al agresor, incluida la muerte del mismo. Esta argumentación encontraría su legitimación en la misma justicia, en cuanto ella entiende de la aplicación de los medios para el ejercicio de un derecho. Trasladada al espacio social, se justificaría la aplicación de la pena de muerte como el ejercicio por parte del legítimo poder social del deber de proteger el derecho a la vida de los ciudadanos frente a la amenaza real de los agresores de hecho. Del que se pueda esperar que realice un acto criminal, la sociedad está legitimada a eliminarlo antes que lo ejecute. En la medida que así se hace, se evita la muerte de inocentes.
Existen ordenamientos jurídicos que sólo reconocen esa legítima defensa en casos de situaciones límites, como la defensa en caso de guerra.
El fundamento ético de la legítima defensa exige dos premisas:
     1º Razonable certeza de peligro de la propia vida.
      2º Proporcionalidad de los medios aplicados en la defensa.
No basta que la vida pueda estar en peligro por causa de una agresión, sino que el peligro sea evidente, y además, la proporcionalidad de los medios exige que los actos para la neutralización del agresor sean los que puedan causarle el mínimo daño posible.
Mutans mutanti estos principios éticos a la situación de defensa social, habría que determinar que la pena de muerte sólo estaría éticamente legitimada cuando se dieran la situación de que la amenaza de la vida de los ciudadanos fuera evidente y que no pudieran aplicarse otros medios para controlar al delincuente.
En las sociedades desarrolladas, la capacidad real de medios para la reducción de los delincuentes es tal, que muy difícilmente podría llegar a justificarse un peligro para los ciudadanos, pues los medios de reclusión minimizan de hecho la reincidencia al tiempo que posibilitan la reinserción.
Sólo en sociedades subdesarrolladas con un grado de delincuencia generalizada y pocos medios de orden podría entenderse como ética la pena de muerte aplicada como legítimo medio de defensa social. El gran problema que se plantea en este caso es la falta de garantías jurídicas que suelen acompañar a los procesos.
El recurso a la disuasión del crimen por la aplicación ejemplar de la ley, se encuentra altamente contestado. Sociólogos y psicólogos del mundo entero defienden que la ejemplaridad en la contundencia del castigo que supone la pena de muerte no influye en la reducción de la criminalidad.
Si algunos estados poderosos en medios y recursos siguen manteniendo en sus estructuras penales la sentencia a muerte, habría que analizar si ello no es consecuencia de un hábito social de autoprotección psicológica más que un medio real de lucha contra la delincuencia. Quizá en el fondo coexista un desprecio total por la vida de quien es capaz de asesinar, y un sentir que ni siquiera merece que sobreviva en la cárcel sostenido por sus impuestos.