PAPELES PARA EL PROGRESO
DIRECTOR: JORGE BOTELLA
NÚMERO 61                                                                                         MARZO - ABRIL  2012
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POLÍTICOS Y PENSADORES

 
Existe una cuestión latente en la doctrina social universal: ¿A quién le corresponde liderar la sociedad?: ¿A los políticos? ¿A los pensadores? ¿A los financieros? ¿A los jueces? ¿A los moralistas? ¿A los militares? ¿A la religión? Todos han liderado alguna vez la sociedad y el resultado no ha sido tan satisfactorio como para haber hecho escuela con su legado; más bien todas esas jerarquías de poder han resultado más o menos repudiadas por el pueblo. Quedaría responder: que se gobierne el pueblo, ¿pero cómo?
La democracia ha creado y exaltado a los políticos, como en el régimen antiguo las permanentes guerras exaltaban a los militares y a los nobles que contaban con recursos para sostener un ejército. Ahora bien, lo políticos enaltecidos como los representantes del pueblo se arrogan con frecuencia, por la representación que se les otorga, la pretensión de definir la sociedad e intentar reconvertirla hacia la ideología que ostentan. Esto origina que una gran parte de la sociedad deteste a sus políticos, porque, salvo los fanatizados por las ideologías, la mayoría se rebela a la intromisión sobre su parcela de libertad. Los ciudadanos no quieren que las autoridades les digan cómo tienen que vivir, sino que les faciliten la organización que mejor les permita vivir como quieren ser.
Cuanto más poder da una democracia a sus políticos, estos se sienten más comprometidos por ese poder para usurpar el ámbito de todos los espacios de saber que influyen sobre la vida social. De este modo se subordinan progresivamente todas las relaciones entre administración y ciudadanos, y entre mismos ciudadanos, para irlas configurando al interés de quienes sustentan a los políticos en el poder.
La doctrina universal del pensamiento social configura el poder al servicio de la verdad y la justicia, y por eso desde antiguo se consideró que corresponde a los ancianos, a los sabios y a los pensadores ejercer la ordenación de la estructura social de acuerdo a esos principios. El respeto por la sabiduría, configurado como la mayor garantía de la administración de la justicia, favoreció el teórico influjo de los pensadores en el poder, pero la experiencia demostró que no basta el conocer la verdad para ser capaz de trascenderla a la práctica habitual de las relaciones humanas.
El ámbito del pensador se ajusta a la búsqueda de los contenidos de verdad que rigen los comportamientos humanos en su relación con la naturaleza, consigo mismo y con los demás seres humanos. Conociéndolos progresa determinando las condiciones de las relaciones humanas que conservan esos contenidos de verdad, cuáles las potencian y dónde se deterioran. Para ello el pensador tiene que estar presente en la sociedad, formando parte íntegra de la misma, para interiorizar las experiencias sociales como propias y poder evaluarlas lo más objetivamente. Su dictamen debe alumbrar la verdad de las relaciones sociales, delimitando y advirtiendo la fragilidad de las mismas cuando las condiciones de aplicación efectiva de las relaciones desfiguran su integridad, e instruyendo a toda la sociedad con la argumentación acerca de la fundamentación de la justicia.
Cuando en el pensador recayera el poder político, se convierte en juez y parte. Juez de los contenidos y condiciones de verdad en las relaciones, y parte interesada en la interpretación del éxito o fracaso de las consecuencias prácticas de las directrices de aquellas disposiciones. Si el pensador pierde la distancia para mantener su interés alejado del éxito social, su objetividad se irá perdiendo cuanto más le alcance ese influjo. Es por lo que no conviene que el pensador se enrede en la política, pero es por lo que es necesario que haya muchos y buenos pensadores en una sociedad, que instruyan y critiquen a los políticos.
Corresponde a los políticos honrados trasladar a la aplicación de las leyes que regulan las relaciones sociales las condiciones en que los contenidos de verdad no se devalúan, y hacerlo de modo compatible con la comprensión que de la misma instrucción de los pensadores llega a la sociedad.