PAPELES PARA EL PROGRESO
DIRECTOR: JORGE BOTELLA
NÚMERO 78                                                                                     ENERO - FEBRERO  2015
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ORA ET LABORA

 
La proclamación del credo de la mayor parte de las religiones no incluye explícitamente una referencia a la actividad laboral en proporción debida a la importancia que ello supone para la humanidad. Parece que dan por hecho que el ser humano precisa trabajar para sostenerse en vida, y que la religión, debiéndose al cultivo del espíritu, se ha de ocupar de asuntos más inmateriales y menos prosaicos que el sustento. Como si la actividad laboral perteneciera a una norma social menos trascendente que la ley moral que garantice la realización del espíritu.
En el cristianismo, por ejemplo, salvo algunas referencias a la necesidad del trabajo para proveerse del alimento en los primeros siglos, no se constata una predicación sobre el trabajo sino a partir del siglo VI, cuando la Regla de San Benito ordena la ocupación de los monjes marcando los tiempos dedicados a la contemplación espiritual y al trabajo material, especialmente con finalidad de coordinar la vida en común. Dicha regla no contempla el trabajo como una disciplina moral, sino más bien como una conveniencia para proveerse de algunas necesidades los monasterios, como de copias de libros sagrados o alimentos, y como medio para el equilibrar la mente de una excesiva idealización espiritual mediante en ocupación física. Pero en todo caso hay que tener en cuenta que esa regla se dirige a los monjes y no al pueblo creyente, por lo que su trascendencia religiosa queda circunscrita a la estructura clerical.
En los tiempos contemporáneos en distintas confesiones religiosas puede detectarse un interés creciente en la investigación doctrinal sobre las relaciones entre la religión y el trabajo, sobre todo centradas en la ascética de purificación personal, el mérito de las obras y la práctica de la justicia en el seno de las relaciones laborales, de modo que éstas respeten determinados derechos humanos, como el de la seguridad en el trabajo o el descanso, así como de otras obligaciones morales, como el sostén digno de la familia o procurarse una formación religiosa y humana adecuada.
A pesar de estos progresos en la doctrina religiosa, no siempre se acierta a significar la imbricación del trabajo con la caridad --virtud troncal de casi todas las espiritualidades--, cuando por constituir el trabajo la mayor causa de relaciones humanas es donde más oportunidad existe para el ejercicio de la ética, la justicia y la caridad, concordando esa actividad como relaciones de servicio y no relaciones de dominio. Hay que tener en consideración que una de las mejores formas de servir al prójimo es facilitarle la vida, y la sociedad eso lo ha escenificado en la especialización del trabajo, de modo que dividiéndose las tareas y la educación laboral para desempeñar cada una de ellas se logre más eficazmente el bien común. Ahora bien, ello sólo redunda en beneficio universal cuando cada individuo asume la responsabilidad de ejercer eficazmente su labor en beneficio de todos los que han de beneficiarse de su efecto. De este modo la caridad universal como virtud espiritual se ejercita si el trabajo de cada uno es esforzado para beneficiar al máximo a los demás, y cada persona podrá sentirse justificada moralmente si su trabajo está tan bien hecho que el servicio ofrecido a los demás se ajusta al que cada uno desearía recibir. Como puede comprobarse, de ese intercambio de servicios que son las relaciones laborales se puede generar mucho más bien común --independientemente de un justo sistema de retribución-- que el de muchas limosnas puntuales, porque el trabajo es una actividad continua que cada persona ha de hacer día a día durante toda su vida útil laboral. Tanto es así que si el trabajo se realizara por todos de modo responsable no sería precisa además otra caridad sino la afectiva, la que se esfuerza en reparar los sentimientos heridos de las personas.
 

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