PAPELES PARA EL PROGRESO
DIRECTOR: JORGE BOTELLA
NÚMERO 82                                                                                     SEPTIEMBRE - OCTUBRE  2015
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TALÓN DE AQUILES DE LA DEMOCRACIA

 
La democracia se ha consagrado como la forma política más reconocida en la sociedad del siglo XXI; sistema que por su esencia admite la crítica de sus debilidades, que deben ser manifestadas y discutidas por la sociedad, nunca escondidas, ya que sólo del esfuerzo que todos los estratos sociales pongan para su más correcta interpretación, venciendo las contradicciones internas que se susciten, la democracia puede alcanzar sus fines, como son progresar en el respeto mutuo entre las ideologías y colmar las expectativas de justicia del pueblo.
Una de las contradicciones más críticas de la democracia está en conseguir compaginar la política con la administración, porque la representación real del pueblo en la función legislativa y gubernativa actúa como la correa de transmisión de las inquietudes populares, pero no siempre los políticos poseen el bagaje adecuado para trasladar a las leyes las ideas de forma eficiente, de modo que no se malogren las buenas intenciones de servir al bien común con incoherencias en las disposiciones que pongan en riesgo la eficacia de los servicios o la garantía jurídica de los ciudadanos. Esa disciplina del orden en la administración ordinaria del servicio público es la tarea propia de la estructura del  funcionariado, quienes deben velar desideologizadamente por colaborar con su sabiduría y experiencia con los políticos elegidos. Si sólo se admitiera políticos eruditos para los cargos de gobierno, sólo estaría representada una ínfima parte de la sociedad, lo que equipararía la democracia a las aristocracias que con tanta apariencia y con tanta injusticia han gobernado la  sociedad en siglos pasados; por lo que la democracia, si realmente representa el poder del pueblo, en sus instituciones deberá acoger a representantes elegidos de de los diferentes estratos sociales.
Una forma de paliar la deficiencia de experiencia en las muchas responsabilidades que entraña la acción de gobierno es autorizar a los cargos electos a rodearse de un grupo afín de asesores, pero ello genera duplicidad en del gasto público, al crear una estructura administrativa paralela a la corriente institucional. Lo racional es que los políticos dirijan qué es lo que ha de hacerse en el Estado y las instituciones quienes desarrollen profesionalmente cómo realizarlo del modo más perfecto posible; lo que no impide que sean los parlamentarios quienes tengan la última responsabilidad de su aprobación. Deben existir órganos institucionales --a ser posible de doctores en distintas materias-- que deban ser oídos preceptivamente por los políticos antes de aprobar las leyes; ello garantiza el control del error, tan trascendente en la función pública. Parece lógico que para el ordenamiento judicial se escuche a los jueces; para el educativo, a los profesores; en la seguridad, a la policía; en las leyes sanitarias, a los médicos; en la ordenación de la defensa, a los militares; en la reformas fiscales, a los técnicos de hacienda; etc.
La tendencia a sustituir el funcionariado profesional por grupos de asesores leales a los políticos elegidos puede parecer que refuerza la independencia de esos políticos, pero lo normal que ocurre es que el consejo que prestan es el de halagar el oído de quienes les designan, en vez del ejercicio de la crítica constructiva del que ve la realidad con mayor objetividad de quien propone la idea, tanto más cuando la confrontación parlamentaria, que debería ser enriquecedora, se solventa a menudo como un trágala a la oposición.
La desafección que la sociedad sostiene con la política no es ajena a la democracia, ya que la ciudadanía percibe que los políticos utilizan el sistema y las instituciones para su servicio, y no para el servicio a la sociedad, lo que constatan cuando las leyes no atienden realmente a los problemas reales, porque muchos de ellos no se perciben en las burbujas ideológicas a que se reducen los ministerios, o cuando las leyes que se dictan distan de dar respuesta a las demandas que de sus autoridades esperaban los ciudadanos, tanto porque no se les vea en el interés de ello, como que su trabajo efectivo no refleje en realidades palpables el compromiso de sus programas. No basta la buena voluntad, también es preciso el saber hacer.
 

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